Hay fechas en la historia que marcan un antes y un después. Para la Iglesia, Pentecostés no es simplemente una celebración anual: es el momento en que todo comenzó. La promesa de Jesús se cumplió. El Espíritu Santo descendió con poder, y la Iglesia nació para testificar, transformar y llevar esperanza hasta los confines de la tierra.
Hoy, más de dos mil años después, seguimos siendo parte de esa historia viva. El mismo Espíritu que llenó a los primeros discípulos sigue obrando. Pentecostés fue el inicio… pero no el final.
En Hechos 2, encontramos una escena poderosa: los discípulos estaban reunidos en oración, obedeciendo las instrucciones de Jesús de esperar en Jerusalén hasta recibir el poder del Espíritu. Y entonces sucedió:
“De repente vino del cielo un ruido como el de una violenta ráfaga de viento, y llenó toda la casa donde estaban reunidos. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos.” – Hechos 2:2-3 (NVI)
Ese día, no solo fueron llenos del Espíritu Santo, fueron empoderados para ser testigos. Pedro, quien semanas antes había negado a Jesús, se levantó con valentía para proclamar que Cristo había resucitado. Y el resultado fue asombroso: más de 3.000 personas creyeron y fueron bautizadas.
Así nació la Iglesia. No como una institución formal, sino como un movimiento guiado por el Espíritu, con un mensaje claro y una misión urgente.
Desde Pentecostés, el Espíritu Santo comenzó a testificar a través de la Iglesia de diversas maneras. El libro de Hechos está lleno de momentos en los que se ve claramente esta obra:
Cada uno de estos pasajes nos recuerda que la Iglesia no camina en sus propias fuerzas. Es el Espíritu quien guía, capacita, convence y transforma.
Es un error pensar que el fuego de Pentecostés fue solo para ese momento histórico. El Espíritu Santo no descendió para un evento único, sino para habitar permanentemente en el pueblo de Dios. Desde entonces, la obra del Espíritu sigue activa:
Pentecostés fue el punto de partida. Nosotros somos la continuación.
Cuando Jesús prometió el Espíritu en Hechos 1:8, también definió la misión de la Iglesia:
“Recibirán poder cuando el Espíritu Santo venga sobre ustedes; y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.”
Ese poder no era solo para predicar, sino para vivir de forma diferente: con santidad, generosidad, unidad, compasión, valentía.
La Iglesia nació con fuego, y está llamada a vivir con ese mismo fuego. No un fuego emocional pasajero, sino una llama constante alimentada por la presencia del Espíritu en cada creyente.
En Pentecostés celebramos que Dios no nos dejó solos. Nos dio su Espíritu para guiarnos, fortalecernos y usar nuestras vidas como instrumentos de su Reino.
Pero esta historia no es solo de los apóstoles ni de los primeros creyentes. Es también nuestra historia.
Hoy, puedes orar y preguntarte:
La Iglesia no es un edificio. Es cada persona que ha sido llena del Espíritu y vive para hacer visible a Jesús.
Pentecostés nos invita a recordar, pero también a responder. A buscar más de Dios. A abrir el corazón. A dejar atrás la comodidad. A vivir con pasión por la misión.
Hoy puedes orar:
“Espíritu Santo, continúa tu obra en mí. Usa mi vida para testificar de Jesús. Renueva el fuego en mi corazón. Hazme parte activa de esta historia que comenzó en Pentecostés y que aún sigue escribiéndose.”
Pentecostés fue el comienzo, pero el Espíritu Santo sigue obrando hoy.
Seamos parte activa de esta historia.
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